Cuento de navidad del caminante del alma
Texto e ilustraciones:
José Ramón Elorriaga Zubiaguirre
(www.elorriagazubiaguirre.com)
Publicado en http://blogriojaalavesa.eus
Temporada de alegría y celebración, una vez han sido recogidas la viña y el olivar. Huele a vino, a bodega, a trujal y aceite. A invierno huele.
Algo sucede entre las viñas que hasta hoy nadie nos había contado. Es un diálogo inaudible atendido por El Caminante del Alma y El Artista. Es un viejo canto de perdices que sólo ellos pueden traducir a palabras. Atención, porque asistimos a un momento nunca antes contado.
LA CANCIÓN DE LAS PERDICES
Las farolas de Elciego aún continuaban encendidas y en varios balcones parpadeaban las lucecitas de Navidad. Como siempre hago en mis caminatas, di los primeros pasos con el sol del amanecer. Prometía un día frío y espléndido que no se parecía a los anteriores, transcurridos entre las densas nieblas que cobijan el curso del Ebro.
El Caminante del Alma: José Ramón Elorriaga Zubiaguirre
Fui alcanzando la alturita de San Roque para contemplar el pueblo e imaginar a los moradores confortablemente en sus hogares después de las emociones de Nochebuena.
La luz aún era tímida y el silencio total cuando escuché el primer disparo, seguido de otros tres. Caí en la cuenta, había comenzado la temporada de caza. Siempre me preocupa pasear por el campo cuando temes que en cualquier punto pueden darte un tiro. Todos los años por estas fechas, y en varios lugares, suceden accidentes de esta naturaleza.
Pensé en mis perdices, en nuestras perdices, en las perdices de todos. Perseguidas, acorraladas y matadas en el ejercicio de unos pocos que dicen llamarse deportivamente cazadores. Caminaba entre las mismas viñas por las que había oído cantar y visto correr a magníficos ejemplares de ellas a lo largo del verano.
¿Dónde estarán ahora? ¿Qué sentirán con el sonido cada vez más próximo de los disparos? La parra fresca se había convertido en hojarasca acumulada en rincones de la viña; y la vegetación, en general, se hallaba mustia y escasa. ¿Dónde refugiarse?
Con estos y otros pensamientos de fraternidad con la tierra que pisaba, fui recorriendo varios kilómetros, siempre acompañado con el impactante sonido de los disparos. Me detuve en un punto donde descubrí en el suelo una obra de arte de las que ofrece la naturaleza.
Por la situación estratégica del senderito en el que me hallaba, había resultado que el desfile reciente de animales degustadores de racima había confluido allí mismo y plasmado en el suelo de barro su inconfundible huella.
De manera que en una superficie no mayor a la de un plato, se mezclaban y superponían huellas de tejón, jabalí, zorro y perro.
Percibí aquello como si se tratase del libo abierto en el que los animales salvajes del entorno nos decían que existían y que la tierra sobre la que caminaba ahora, y otros cazaban, también les pertenecía de pleno derecho.
De pronto noté que una mancha de color azul turquesa se movía cerca de donde yo me hallaba. Sorprendido, concentré la vista en ella y volví a encontrarme con la ya vivida y sorprendente aparición del individuo más original que he conocido, El Artista.
Estaba tumbado boca abajo, tapado con una manta y haciéndome señas de que no metiese ruido y me acercase agachado hasta él.
Recordé escenas de indios y exploradores en ese mismo cometido, imitándoles lo mejor que pude, hasta ponerme en paralelo a su estado. No levantábamos más de un palmo del suelo.
Nuestras cabezas, que asomaban a una viña más baja, quedaban cubiertas por hierbas altas y zarzillas.
El Artista con el dedo índice me hizo la señal de silencio, señalando con él, a continuación, a un punto descubierto de la viña.
Susurrando me dijo:
.- Fíjese en esa familia de perdices, guarde silencio y quietud mientras le adelanto lo que en este momento les ocupa.
El sol comenzaba a caldear el ambiente, haciendo soportable la quietud que exigía el camuflaje. Las coloridas perdices aprovechaban la solana inflamando el plumaje para que el calor penetrara en el cuerpo.
En un bisbiseo me explicó:
.- Es una familia que ante la amenaza de ser matados ha decido reunirse en este lugar para repasar las últimas instrucciones y advertencias. Después, cada pollo partirá en solitario.
No tengo que decir que El Artista siempre es genial y me proporciona un gran honor al participarme esporádicamente de sus magistrales observaciones y conocimientos.
.- Verá usted que se hallan profundamente impresionados y que se agitan rozándose y arrimando los picos. Sus padres en este momento les dicen que recuerden las lecciones que les impartieron en los meses pasados.
Cuando los vendimiadores repasaban las viñas y los tractores tronaban por todos los rincones, entonces les contaron la realidad más temida de su destino: ser cazados. Fue en esos momentos cuando recibieron el primer consejo de los que luego se sucederían abundantemente:
“Cuando veáis que faenan las viñas en los lugares que frecuentáis, no cantar, porque llegada la época de cazarnos, los mismos, cambian la herramienta por la escopeta y lo primero que hacen es acudir allá donde escucharon los cantos”.
Los pollos se agitaban con pequeñas carreras y terminaban pegándose a los padres formando un racimo multicolor. Con el sonido de cada disparo el grupo se apretaba aún más. Con la voz apagada y algo misteriosa El Artista me dijo:
.- Sabe que yo puedo escuchar y entender perfectamente lo que se están diciendo gracias a las cualidades que sólo tenemos los artistas, pero quizás no sabe que también puedo hacer que usted los oiga y les comprenda.
A continuación se movió para desplazar parte de la manta azul turquesa cubriéndome también a mí. ¿Cuáles eran los poderes de la manta fantasiosa? No lo sabré nunca, pero lo que sí sé es que bajo ella sentí que en ese momento el universo entero se había concentrado en la porción de tierra donde las perdices dialogaban.
Mis sentidos ahora eran capaces de asimilar todas las ondas electromagnéticas y de cualquier índole que allí se estaban generando.
¡Qué maravilla, podía escuchar su diálogo y comprenderlo!
Cuando miré asombrado a El Artista, me guiñó un ojo susurrando: “cosas de artistas”.
La poderosa fuerza de concentración mental, me permitió conocer el tremendo momento, lleno de dramatismo, que estaba sufriendo la familia de perdices. Entendí que los padres estaban transmitiendo a los pollos los últimos consejos para sobrevivir, así como también que existían muchas posibilidades de no volverse a juntar todos sanos y salvos.
Con cada disparo el estremecimiento iba en aumento y los padres redoblaban los consejos y advertencias.
También les decían que esta manera de morir estaba grabada en el destino de las aves, porque los humanos siempre han cazado. Antiguamente era para su propia subsistencia y ahora es por afición cazadora.
Les reconfortaban recordándoles las habilidades ensayadas en verano y los propios instintos de supervivencia. Eran fuertes, bellas y gallardas, además la temporada solo dura un período de invierno, aunque este coincida con la máxima dureza del clima y cuando el frío y el hambre atenazaban.
En desordenada verborrea y agitándose continuamente preguntaban por soluciones concretas para salvarse del tiroteo. Ellos mismos aportaban algunas ideas, pero estaban muy lejos de ser útiles, y es que habían nacido y criado desconociendo a individuos armados de escopetas y perros adiestrados para encontrarlas.
Uno aportó la idea de que podía ser una buena solución el mantenerse toda esa época apagando los llamativos colores del plumaje, por rebozamientos en barro. El padre desechó la idea razonando que a los perros de los cazadores eso no les afectaría porque su mejor arma es el olfato.
Entonces otro apuntó que si esa es su mejor arma, quizás el remedio fuese pasar el día ocultos entre los montones de oruja abandonados en el campo, y salir solo de noche para alimentarse. El fuerte olor confundiría a los perros.
El padre aconsejó no hacerlo porque correrían el riesgo de enfermar embriagados por el potente aroma.
Otro dijo que lo mejor podía ser subirse inmediatamente encima del perro cuando este les descubriese, así el cazador no dispararía para no matar a su querido perro. A todos le parecía una pobre idea.
Uno más defendió que quizás fuese útil camuflarse entre las palomas del campanario de la iglesia del pueblo; pero el padre también le contestó que en asunto de perdices hasta el párroco tiene escopeta y munición.
La madre se dedicaba a peinarles las plumas y picotearlos en la cabeza.
Otro propuso esconderse en las madrigueras de los conejos, pero también fue rápidamente rechazada.
Quiso otro proponer camuflarse con los inmensos bandos de estorninos porque a ellos no los disparan, pero le convencieron que su vuelo es rapidísimo y en formaciones muy complicadas. Chocarían con todos y se desplomarían agotados.
No pusieron grandes objeciones al último pollo que propuso esconderse momentáneamente en los gallineros de los pueblos. Encontrarían algún rinconcito en el que pasarían desapercibidos, saliendo de noche para alimentarse con el grano de las gallinas. Los padres no pusieron grandes objeciones a esta última ocurrencia, pero advirtieron que el lugar siempre sería una trampa por la frecuencia de gatos y ratas. Cuidaros de ellos.
UN RAMILLETE DE FLORES AGITADAS POR LA BRISA
Los tiros se escuchaban en todas direcciones, había que apurar la reunión. Podía más la fuerza de hallarse juntos que la de separarse y partir a jugarse la vida.
Los padres procuraban ser eficaces con los consejos finales:
– Aproximaros a los pueblos porque en las inmediaciones está prohibida la caza.
– Elegir alturas desde las que podáis distinguir el rumbo de perros y cazadores.
– Recordar que nos conocen como “corredoras” porque tenemos mucho poderío salvando grandes distancias. Correr siempre y levantar el vuelo cuando no haya otra alternativa.
– No cantéis en todo este tiempo y vencer la tentación de hacerlo cuando después de días durísimos os encontréis con algún rayo de sol que caldea cualquier ladera. No cantar.
– Vivir sin llamar la atención y para borrar rastros cambiar de lugar frecuentemente.
– No acobardaros con los días y noches de mal tiempo y escaso alimento, estáis preparados para sobrevivir en esta tierra y su clima.
– Recordar que podéis aprovechar los días de niebla para desplazaros porque esos días está prohibido cazar.
– Os deseamos toda la suerte en los juegos de azar de la naturaleza y frente a la infatigable persecución de los cazadores.
A continuación formaron una piña alrededor de los padres con un vigoroso pateo y el cuerpo erguido. Elevaron al máximo sus cabezas haciendo que los picos rojos semejasen un ramillete de flores agitadas por la brisa.
Era lo más parecido a una encantadora danza con la que anunciaban la despedida hacia un porvenir incierto y amenazante.
La madre se dirigió por última vez a ellos:
.- Como padres no podemos aconsejar que vengáis a nuestro refugio porque tampoco es seguro y cada temporada tememos que nos descubran y maten. Tenéis que buscar vuestro propio escondite. Seguramente será más inteligente que el que nosotros tenemos.
“Somos mayores y nos acogemos a lo más disponible para nuestras capacidades. Vosotros sois jóvenes y fuertes para manteneros libres con los poderes propios de los jóvenes pollos de perdiz”.
“Ahora padre subirá a ese almendro y anunciará si el entorno está libre de cazadores. Luego lanzaros al aire como sólo las perdices saben hacerlo y permanecer siempre separadas. Cada una debe buscar su destino”.
Juntas posaron los cuerpos en el suelo, ahuecaron el plumaje y agitando las alas levantaron una pequeña polvareda que confundió al grupo bautizándolo con tierra. Era el adiós. El hasta siempre.
Las últimas palabras de la madre fueron:
.- Queridos hijos, los que sobrevivamos a la invernada, volveremos en primavera a reencontrarnos en este mismo lugar. Entonces acudid cada día para conocer cuántos de nosotros lo ha logrado.
El padre voló hasta el almendro. Los pollos tomaron posiciones para la arrancada y con un canto quebrado por la emoción, por fin ordenó:
.- ¡Ahora!
Ahí salieron como flechas siete hermosos pollos de perdiz, repletos de energía y de instinto vital.
En un alarde de potencia y expresión de que ni el miedo a morir doblegaba su coraje, con su vuelo de sonido turbador, se posicionaron en formación arqueada.
Los siete puntos de rico color en movimiento, por un instante, reprodujeron un finísimo arco iris que fue diluyéndose mientras se alejaban por siete direcciones distintas. Los padres cuando vieron cómo desaparecían, se picotearon nerviosamente. Todavía se dieron tiempo para recordar lo felices que habían sido con ellos y reforzaban la idea de que volverían a verles.
Sonaban más disparos y a cada uno, su corazón se encogía.
El padre dijo “Confía en ellos”. Y la madre contestó “Son tan jóvenes!”. Después se miraron y sin decirse nada más, emprendieron el vuelo en dos direcciones sabiendo que el encuentro volvería a ser en la cabaña de ovejas donde se habían escondido en la anterior temporada de caza.
En el suelo donde se habían reunido quedaron grabadas sus huellas de despedida.
El Artista retirando la manta se sentó, y ya con tono normal me preguntó:
.- ¿Ha entendido algo de lo que acabamos de presenciar?
Le dije:
.- Todo, y en mi interior ha nacido un poderoso sentimiento de amor y comprensión de la vida de estas bellísimas aves. Siempre les he querido y admirado, pero desde ahora me emocionaré aún más cuando las contemple en el campo y escuche su canto.
Le agradecí la deferencia que había tenido al darme la oportunidad de vivir la maravillosa experiencia y conociendo el modo discreto en el que nos habíamos despedido en las anteriores ocasiones, respeté los consabidos silencios mientras él enrollaba la manta sacudiéndose los hierbajos.
Solo me dijo:
Distinguido compañero de fatigas, deseo que nos sigamos viendo en esta querida tierra alavesa de la que, si todos los astros y asteroides lo permiten, aún debo darle a conocer otras pequeñas grandezas que guarda la vitalidad de su geografía.
Se dio media vuelta y con la capa bajo el brazo, marchó ladera abajo dejando como rastro el colorido de los vistosos ropajes.
EL RELATO por escrito de El Caminante, página a página, en su última hoja.
Inicié el regreso invadido por el cariñoso recuerdo de lo que acababa de vivir. Si el sonido de los disparos siempre me había producido cierto sobrecogimiento y compasión, los que ahora oía, me hacían parar para comprobar si el autor del disparo había acertado o no. Imploraba el fallo.
A la entrada del pueblo, un individuo vestido por entero de color verde, con un equipo bélico digno del ejército más avanzado del mundo y una visera, por lo menos de comandante, se acompañaba de un perrito embarrado, de boca espumeante, y ojos desorbitados. La escopeta brillaba sobre su hombro.
De la percha colgaban los cuerpos de dos magníficas perdices con el plumaje ensangrentado y descompuesto.
Me saludó:
.- Buenos días!
Le contesté:
.- Para esas dos perdices y un servidor no lo son!
Continuó inmutable y su paso vigoroso hizo pendular todavía más, los bellos cuerpos inanimados de nuestras dos joyas de la naturaleza alavesa.
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